La niña del montero

 

-I-
 
Cenando están los cabreros,
arrimados a las ascuas;
cenando están en silencio
so la bóveda estrellada.
Gruñe el mastín de repente
y como flecha se lanza
entre los secos jarales
y tras las peñas quebradas;
sus ojos parecen lumbre
y melenas erizadas,
la fiera boca previene
y sacuda las carlancas;
mas de pronto, se detiene,
las pupilas dilatadas
y el furor que le impedía
en frío terror se cambia;
quiere ladrar, y un aullido
de pavura se le escapa.
Ya tras él, un zagal llega,
volteando la cayada
y, como él, queda inmóvil,
tanto lo que ve le espanta.
Una visión transparente
ve que hacia él se adelanta:
es una mujer que llora
y le clava sus miradas,
que se acerca, que le toca
y, con voz acongojada,
dice al zagal temeroso:
"¡Tú tampoco sabes nada!"
 
-II-
 
Al zagal, desvanecido,
han alzado los pastores
y en el chozo, con el vino,
consiguen que se recobre.
Cuenta el mozo su aventura,
agitado por temblores,
y se santiguan los viejos
que ya la historia conocen.
Escrutan con la mirada
en lo negro de la noche,
por si la blanca fantasma
sigue en los alrededores,
y dicen un Padrenuestro
por la redención del pobre
espíritu vagaroso
que sufre penas atroces
hace muchos, muchos lustros,
flotando en aquellos bosques,
sin encontrar lo que busca,
llamando con tiernas voces,
dando a las veces aullidos
que el ánimo sobrecogen,
siempre llorando, y en torno
del mismo lugar, en donde
muchos años hace estuvo
la antigua Cruz de Serores.
Tranquilas ya las conciencias,
un viejo pastor se pone
a repetir la leyenda,
que el zagal escucha inmóvil.
 
-III-
 
En El Hoyo de Pinares
vivía un tiempo un montero
con su esposa y con su hija
como un querubín del cielo,
tan bella y dulce, que estaban
padre y madre, a cual más ciegos.
Después de una montería
del Rey don Carlos III,
volvió el montero a su casa
consumido en sus deseos
de acariciar a su niña
envolviéndola en sus besos.
Mas ¡ay!, que el hogar amante
estaba frío y desierto;
la niña había salido
al prado y no había vuelto,
y la madre, enloquecida,
temiendo un atroz misterio,
al ver llegada la noche,
saliose al campo, sin miedo,
dando gritos que desgarran
el corazón más perverso.
Helado queda el buen padre
ante el horrible suceso;
montó en su jaco peludo
y partióse como el viento.
Corrió bosques y praderas,
cruzó galopando el yermo,
entró en cuevas y barrancos,
y a la mañana, en un cerro,
encontró bajo unas peñas,
vacíos, casi deshechos,
los zapatos de su niña
junto a un reguero sangriento.
 
-IV-
 
Ved a la madre cual corre
valles y montes cruzando;
el instinto es quien la guía;
su amor alarga sus pasos;
hecha jirones la ropa
por las zarzas y peñascos,
con las carnes desgarradas,
sangrantes los pies y manos,
anhelante, con gemidos,
corre a su hija llamando.
Sabe que fueron las brujas
las que a su hija robaron
y va a disputar la presa
con mordiscos y arañazos.
- ¡Brujas! ¿Dónde estáis las brujas?
-va la triste así gritando-
¿Dónde os juntáis esta noche,
que quiero despedazaros.
Y a las ruinas de la ermita
de los moros, registrando,
no halla a las brujas, y sigue
por el fondo del barranco.
Ante el viejo cementerio
de Cebreros se ha parado;
golpea recio en la puerta,
a las brujas invocando,
y sólo el eco responde
a sus gritos desolados.
Una campana remota
lanza las doce al espacio;
a Oriente surge la luna,
que está en su menguante cuarto;
por encima de los pinos,
a través del aire helado,
siéntese crujir de huesos...;
suenan zumbidos extraños...:
son las brujas, que galopan
hacia el cerro de Guisando.
 
-V-
 
Hay una vieja cañada
más debajo de Cebreros,
y traspuesto el río Alberche,
que va a tierras de Toledo;
junto al cerro de Guisando
pasa este camino viejo,
tan apartado y tan solo
que, de noche, su misterio
produce a aquel que lo cruza
una crispación de nervios.
En lugar tan retirado
y en la ladera del cerro,
hace siglos, ciertos monjes,
alzaron un monasterio.
A un lado de la cañada,
finando el siglo quinceno,
hubo una venta modesta,
de la que no quedan restos,
donde Isabel la Católica,
de tan glorioso recuerdo,
fue reconocida Reina
por el castellano Reino.
Otras reliquias famosas
se hallan en el lado izquierdo
del camino y, en un llano,
cuatro toros berroqueños
tallados en tosca piedra
no sabe nadie en qué tiempos;
de los cuatro, hay uno roto,
derribado por el suelo,
y en los otros quedan huellas
de ciertos raros letreros;
miran todos al Poniente
y ninguno tiene cuernos.
A este lugar misterioso,
envuelto siempre en silencio,
llegó, en su carrera loca,
destrozada y sin aliento,
la pobre mujer aquella
que, por su hija gimiendo,
iba invocando a las brujas
en una noche de invierno.
 
-VI-
 
Cerca del cénit andaba
la luna la noche aquélla
cuando, en torno de los toros,
tallados en tosca piedra,
las brujas todas de Gredos,
con las de la Paramera,
de la Peña de Cadalso
y risco de Las Cabreras,
danzando en rápidos giros,
celebraban una fiesta.
Del toro que está en el medio
subido sobre la testa,
estaba un cornudo chivo,
de barba rojiza y luenga,
presidiendo las locuras
de las arpías aquellas.
Daban terribles chillidos
y, al resplandor de una hoguera,
se iluminaban sus caras,
espantables, más que feas.
Todo lo estaba mirando
la madre, de miedo llena,
sin atreverse a acercarse
a la inmunda patulea;
mas, besando con ternura
la cruz que consigo lleva,
siente el pecho confortado
y hacia las brujas se acerca:
- ¡Dadme a mi hija! –les grita;
y al punto la danza cesa
y corren a rodearla
haciendo espantosas muecas;
ella avanza, decidida,
hasta el chivo, que la observa;
el monstruo, con un balido,
le pregunta: - ¿Qué deseas?
- ¡Mi hija –responde la madre-,
a la que robaron éstas!
Pregunta el chivo a las brujas
y todas entonces niegan,
después, a los cuatro vientos,
aúlla el chivo con fuerza,
y del horrible alarido
dan cien ecos la respuesta.
Preséntanse cuatro lobos,
cuyos ojos centellean,
y dicen que en sus comarcas
nadie ha visto a la pequeña,
que si alguno la encontrara
no fuera mala merienda.
Irrítase el chivo entonces
y lanzando mil blasfemias,
clava sus ojos en una
de las brujas que le cercan
y así la acusa: - ¡Tú has sido!
¡Tú, envidiosa y embustera!
- Sí, yo- responde la arpía-.
Allí la tengo en mi cueva;
allí la guardé esperando
a que la madre viniera
para pagar el rescate
haciéndose compañera.
- No está mal –exclamó el chivo-
Si a aceptar estás dispuesta,
te daremos a tu hija
a condición de que vengas
a juntarte con nosotros
y a ser una de las nuestras.
En El Hoyo de Pinares
no hay mujer joven ni vieja
que represente mi estado
de cien años a esta fecha.
Más que espantada se halla
la madre con la respuesta;
duda un poco, no pensando
que en la duda se condena:
tanto el amor de su hija
le trastorna la cabeza.
Mas pronto da un alarido;
la fe en sus ojos incendia
y un ¡no! rotundo sus labios
pronuncian como rspuesta.
- Pues bien: dádsela a los lobos
-es del chivo la sentencia-
y a la madre, desde ahora,
hacédmela prisionera.
Ya vienen todas las brujas
a sujetarla con cuerdas;
mas ella levanta el brazo
y pone la cruz ante ellas;
prodúcese un torbellino,
la tierra y el cielo tiemblan,
y todos desparecen
y sola la madre queda.
Rompe en llanto de amargura
y volver a casa piensa.
Comienza a andar y se doblan
por la fatiga sus piernas;
siente que la van siguiendo
y entonces el paso aprieta;
vuelve a correr como loca,
cruza el Alberche, el Becedas...;
casi arrastrándose trepa...;
llega al fin ante las rocas
donde estaba la cruz puesta,
y sin lanzar un gemido,
de bruces se cae, muerta.
Allí más tarde, su esposo,
lleno de dolor la encuentra.
El cuerpo fue recogido,
pero el alma quedó en pena.
 
-VII-
 
Desde entonces anda errante
por todos estos contornos
aquella alma desgraciada,
preguntando siempre a todos,
caminantes o pastores,
que la miran temerosos,
si pueden darle noticias
de la niña que el demonio,
por conducto de las brujas,
le robó en tiempos remotos.
¡Alma triste, que así vaga
sin momento de reposo,
e ignora que, al fin, su hija,
fue comida por los lobos!
 
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Romance anónimo del siglo XVIII.
 
Fuente | Reproducido en el Programa de Fiestas San Miguel 1986, por D. Alipio García León, quien a su vez lo conoció a través del poeta cebrereño Hermenegildo Martín Borro. Está incluido en el libro Los Cantores de la Sierra (Antología). Desde el siglo XIV hasta nuestros días, recopilación de José García Mercadal (Ed. Bergua, Madrid, 1936). También aparece en Leyendas y Evocaciones de la Serranía, de Juan Almela Meliá (Sociedad General Española de Librería, Madrid, 1929, Reeditado en facsimil en 2008 por la Comunidad de Madrid y la Real Sociedad Española de Alpinimo Peñalara).  

Ilustración | J. Domínguez López, del libro Leyendas y Evocaciones de la Serranía.