Don Cipriano

Posiblemente no sea ni el aniversario de cuando se marchó del pueblo, ni de su muerte... pero da igual: no creo que tenga que buscar ninguna excusa para hablar de él. Si en las Fiestas tenemos cada año ocasión para reflexionar sobre el pueblo, sobre su pequeña historia, sobre sus gentes, ésta es indudablemente una buena oportunidad.
 
Yo era entonces un chiquillo que andaba correteando por el bar de mis padres, aquel Pinarsol que todavía muchos vecinos y veraneantes recuerdan con nostalgia. Por ahí estaban algunas personas que eran auténticas instituciones locales, entre ellos el veterinario del pueblo. De pronto, me llamó y me dijo que me sentara a hablar con él. Trepé a uno de aquellos taburetes y recuerdo nítidamente que me invitó a una Fanta de naranja con un pincho de calamares. Yo guardaba las distancias, le llamaba de usted y don Cipriano, como siempre había oído, pero él rápidamente me dijo: "No me tienes que llamar don Cipriano, mis amigos me llaman Cipri o Cipriano". Ahí empezó todo, cuando aquel hombretón al que apenas conocía más que de vista acababa de ponerme encima del mostrador algo más que un aperitivo: su amistad.
 
Don Cipriano -lo siento, no he podido perder la costumbre de llamarle así a pesar de su petición- se dio cuenta de que yo tenía una gran inquietud por la lectura. Me había visto, con los ojos como platos, empezar a identificar las letras con menos de dos años y a leer con soltura el diario ABC sin haber ido a la Escuela aún. Desde su formación, se dio perfecta cuenta de que había que alentar esa afición con algo más que tebeos. Así que me regaló mi primer libró, que "robó" de alguna colección de su propia casa: Un Viaje a la Luna, de Julio Verne. Me lo devoré enseguida y le conté que me había gustado mucho la novela, ciencia-ficción cuando su autor la escribió y ya entonces hecha realidad. No comentó nada, pero otro día, al salir de la Escuela, por la tarde, me estaba esperando. Fuimos a su coche y sacó un nuevo libro infantil de aventuras que había comprado para mí. Todavía lo conservo, con aquella entrañable dedicatoria de cuando yo tenía sólo cinco años. Nunca le agradeceré lo bastante el haber sido tan observador y habeme empujado desde pequeño a un mundo fascinante.
 
Una de las anécdotas que siempre recuerdo sucedió cuando fuimos a vacunar a nuestro perro. Mi padre nos había regalado un cachorro, al que "bautizó" como Ton, y que creció entre nosotros. Llegaron las fechas de la campaña antirrábica y fuimos al veterinario. Ton se portó bien y no protestó mientras le vacunaron. Don Cipriano empezó a rellenar esa especie de cartilla sanitaria que servía para identificar al animal y llevar control sobre sus vacunaciones. Preguntó a mi hermano cómo se llamaba su perro. A Juan -que entonces, claro está, era también muy crío- se le debió pasar por la cabeza que todo el mundo tenía nombre y apellido y que el perro era uno más de la familia, así que contestó: "Mi perro se llama Ton Galán". Mi padre y don Cipriano estallaron en carcajadas. Desde entonces, nuestro veterinario no perdía ocasión de contar aquella simpática ocurrencia.
 
Lamentablemente, cuando eres un chaval, no aciertas a apreciar la dimensión real de las personas que conoces. Perdí de vista a don Cipriano cuando todavía tenía corta edad y sólo puedo contar de él un puñado de recuerdos personales, del que éste es una pequeñísima muestra. Sin embargo, con la perspectiva del tiempo, cuando juntas todas las piezas de la memoria en ese incompleto rompecabezas, sí te das cuenta de que algo persiste, que tenías ante ti a alguien de una extraordinaria dimensión humana.
 
Don Cipriano pertenecía a una generación de servidores públicos -algunos alcaldes, el practicante, el cura, muchos maestros...- que no se limitaban a venir de funcionarios de paso y a cumplir sus obligaciones mínimas, sino que se volcaron en las décadas de los sesenta y setenta en ser parte activa de la comunidad en la que desarrollaban su labor, en construír un pueblo, en elevarlo, en trabajar por un desarrollo no sólo económico sino también humano y educativo. La participación de don Cipriano en esa revitalización de El Hoyo de Pinares que se vivió a raíz de instalarse el Colegio de Enseñanza Media, fue destacable. Su rigor en el trabajo profesional, su cercanía a las gentes más humildes, su desinterés por nada que tuviera que ver con el lucro personal... saltaban a la vista. La familia de don Cipriano era -y es- igual de encantadora. ¿Cómo no recordar el compromiso cultural y social que asumió su mujer, Cary, mientras estuvo con nosotros?
 
Poco más podría yo decir. Pero estoy seguro de que, como en ocasiones anteriores me ha pasado, el poner por escrito estas impresiones reavivarán los recuerdos de tantas otras personas como le conocerían con muchas más profundidas y cercanía y que también podrían hacer sus aportaciones.
 
Cuando se marchó del pueblo, recuerdo que se le hizo un homenaje en un restaurante. Me enteré de todos los preparativos, me explicaron en qué iba a consistir, curioseé la placa que le iban a regalar... pero no me dejaron asistir. Como es lógico, me dijeron que aquellas cosas eran "sólo para mayores" y que "los niños no pueden ir a la cena". Cuando mis padres se marcaron aquella noche, me dejaron acostado. Nadie lo sabía, pero me quedé en la cama llorando porque no podía estar en el homenaje a mi amigo.
 
Ahora, que ya han pasado tantos años, nada ni nadie puede impedirme este pequeño y personal homenaje a don Cipriano.
 
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Fuente | Publicado en El Diario de Ávila, 25 septiembre 1996.
 
Ilustración | Fragmento de fotografía propiedad de Juani Fernández, publicada en el libro "El Hoyo de Pinares, Imágenes del Ayer" de Carlos J. Galán.